domingo, 3 de abril de 2011

Lágrimas...

Me siento frente a mi escritorio, donde tantas otras veces he hecho mi trabajo mi mundo; pero esta vez la concentración es imposible.
El día se ha levantado gris, triste. La lluvia tras los cristales no me deja prestar atención a mis notas y quehaceres, mejor dicho, me obliga a prestar atención al mundo que hay más allá de los cristales de mi ventanal.

El cielo llora. Sus lágrimas resbalan por los cristales y mojan las calles de la ciudad que se extiende bajo el manto celeste de la bóveda, teñido de gris desde esta mañana.
El sol no ha brillado hoy. Nada, ni un poco. Sin duda, hoy es un día muy triste aquí.
Fuera, todo permanece en silencio. Las aves no cantan y la lluvia aleja, cuando no extingue, el eco de los pasos por el empedrado de las calles. Solo algún coche, quizás uno de esos autobuses, fiel a su trayecto, rompe el sepulcral silencio que traen consigo las lágrimas del cielo.

La lluvia cae cada vez con mayor intensidad. Parece que el cielo, más que llorando, se estuviera desangrando. Recuerda a uno de esos amantes que no encuentran consuelo allá donde pongan los ojos y su alma se escapa, dejando intensas punzadas de dolor en el corazón, a través de los ojos.

Desde la lejanía, como un eco de la voz del viento, llegan a mis oídos las notas y acordes de una triste melodía, tan triste como el día.
Bajo la lluvia, alguien siente la necesidad de elevar una música de cadencia lenta y pesada hasta los oídos de las alturas. Quizá sea su estómago quien sienta dicha necesidad, pero, desde luego, serán los oídos de cuantos escuchen el dulce sonido, los que se verán saciados.
La música asciende como un lamento contra las lágrimas que se derraman con más fuerza.

Como tantas otras veces, la melodía trae recuerdos a mi mente, recuerdos que se deslizan por mis mejillas como la lluvia por los cristales.
Abro la ventana para que el sonido llegue mejor a mis cansados oídos, cansado de cuanta mentira han oído, de cuantas penas acumulan.

Por primera vez soy consciente del frío que impera fuera. Solo ahora me doy cuenta de que las lágrimas no solo vacían el corazón y humedecen el rostro, sino que borran cualquier atisbo de calor y, a juzgar por el estado del cielo, también de color.
Mantengo aun un rato abierta la ventana, pero como cada vez estoy más cerca de imitar al cielo, y mis penas se escapan sin control, cierro el ventanal. Vuelvo a mi sitio frente al escritorio. Me siento a reflexionar, lejana otra vez la música, sobre lo que esconde el cielo para sentir tanta pena.

Poco a poco empiezo a centrar mi atención en mis asuntos. Ya es hora de volver al trabajo, no hay más tiempo que perder.
Mientras yo leo mis notas y repaso los documentos que inundan mi mesa, la música pierde intensidad, el cielo da una tregua, y mi alma se consuela pensando que el cielo no ha logrado apagar la vida con sus llantos; antes bien, la ha hecho más recogida.

Mi alma se consuela pensando en que, más allá de otros ventanales, del frío intenso de la calle, brilla el calor de los hogares… y yo vuelvo a lo mío.