¡Cuán efímero es el amor! Tanto como el corazón de los amantes, yacentes bajo la húmeda y fría tierra para toda una eternidad, sin importar lo que dure.
¡Cuán extraño puede ser el comportamiento de los amantes! Tan cambiante como una veleta, tan sin sentido unas veces y otras tan impresionante.
Cuando se conocieron no existían para ellos ni las miradas furtivas, cómplices, ni los gestos de cariño; no existían para ellos las caricias, que ahora son capaces de estremecer sus cuerpos, ni las constantes luchas contra el tiempo; no existía el auténtico dolor de saberse efímeros, ni la presencia casi imperturbable de los celos.
Se amaban tanto que apenas sí tenían tiempo el uno para el otro, y pasaban las horas muertas haciendo planes de futuro más que viviendo el presente. Ella lo amaba, él la amaba, todo era perfecto en su mundo de mil colores, fuera de ese otro mundo entre gris y pardo viejo casi sepia.
¡Todo era perfecto! Pero, como siempre, ha de sobrevenir la tragedia a la vida banal de los mortales, a la vida banal de los amantes. El momento trágico llegó con el alba, con un reloj que marca las siete de la mañana, con los primeros rayos de luz que se filtran por las ventanas de una habitación hasta entonces a oscuras.
El reloj, ese enemigo implacable que mide el tiempo que nos queda, marca la hora en la que los amantes van a despedirse para siempre. Después de eso, el amante se despierta. Al despertar observa que su amada no está con él, que ha partido a ningún sitio, que está en todos los sitios menos en aquel.
Todo ha sido un sueño, un magnífico sueño al que el reloj ha decidido poner fin. Cuando el joven se levanta, se viste, y sale a la calle con la misma pesadumbre que llevan los muertos, se detiene frente al escaparate de una panadería…la necesita, ella es el alimento de su corazón.
La ve al fondo del local y el tiempo se detiene por unos segundos. Ella paga y se va. Por el camino, ni una mirada furtiva, cómplice; ni un gesto de cariño; ni una caricia; ni una lucha contra el tiempo; ni un saberse efímeros…sólo la presencia imperturbable de los celos y la desesperación que mata el alma.
Él aprieta los puños. Ella no hace caso. Él se siente morir. Ella no hace caso. Él la ama sin que ella lo sepa. Ella no hace caso. Él se odia a sí mismo por dejarla escapar sin un mísero saludo. Ella no hace caso. Él suspira tan fuerte que el viento se detiene impresionado. Ella ya se ha ido sin hacer caso.
Un día se encontrarán de nuevo, él no la habrá olvidado, ella nunca sabrá que él existe…
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