domingo, 13 de marzo de 2011

El viajero

No sé si habéis oído los rumores que corren por ahí sobre un extraño individuo que viaja de balcón en balcón y de ventana en ventana.

Lo llaman de múltiples formas: el viajero, el señor de los balcones, la criatura de los vanos, el viajante de los cristales…
Sí, no hay nombre que no se le haya puesto ya al bueno del viajero de los balcones. En todas partes es conocido, y no existe rincón en nuestro mundo donde el bueno de nuestro viajero no haya sido reconocido mientras dormitaba o se divertía un rato en algún ventanal cerrado o algún balcón abierto.
Si creéis que no lo habéis visto nunca, haced memoria. Si lo habéis visto pero no lo reconocisteis, seguro que, al menos, os chocó enormemente su presencia en alguna de vuestras ventanas.

El viajero de los balcones viste un pantalón de vieja pana roída por los años y las inclemencias del tiempo, una gabardina descolorida, aun más pasada que sus pantalones; un sombrero que es toda su fortuna, pues, como todo el mundo sabe, un hombre no es nada sin su sombrero; y, completando el rancio aliño indumentario, acarrea siempre una vieja maleta gris a cuadros rojos, verdes y marrones, tan roída como las prendas que cubren su piel.
¿A que ya empieza a sonaros de algo? ¡Es imposible que no lo hayáis visto nunca!

En su maleta guarda un largo paraguas negro que deja pasar más cascadas que gotas para, un mantel de cuadros blancos y rojos, un par de calcetines con agujeros en el dedo gordo, una corbata que suele vestir cada vez que llega a un nuevo balcón, y que se quita para acomodarse mejor; una fotografía donde puede verse un bello paisaje caribeño, y un pantalón y una camisa limpios. Ese es todo su equipaje.
Su modus operandi es siempre el mismo: sobrevuela la ciudad de turno durante unos veinte minutos para fijarse en los balcones por los que pasará antes de seguir su camino; una vez localizados, desciende de las alturas y se posa suavemente sobre el alféizar de la ventana o del balcón elegido, y, con una reverencia y un saludo con su sombrero, muestra sus respetos a la familia que tiene el dudoso honor de acoger a tan especial huésped.

Si desciende sobre una ventana, posiblemente pase poco tiempo. No abrirá la maleta. Únicamente se sentará en el alféizar y contemplará el cielo estrellado -sólo es visible cuando el astro rey se ha puesto- con ojos tristes, nostálgicos, que conmoverían al corazón más duro. Hay quienes lo han visto abrazado a su vieja maleta, moviendo los pies como un niño en una silla demasiado alta, y murmurando lo que parece una canción o un poema dedicado a sólo Dios sabe qué o quién.
Si desciende sobre un balcón, de su maleta sacará el mantel de cuadros y, como por arte de magia, aparecerán sobre él todo tipo de viandas. No es que nuestro personaje coma en abundancia -de hecho, su aspecto delgado es muestra fehaciente de la frugalidad de sus comidas-, pero jamás faltó en su improvisada mesa algo de pan duro y buen vino pretendidamente francés. Después de cenar, recogerá el mantel y se tumbará a la intemperie, bajo el cielo estrellado o nublado de las noches frías.

Era un hombre bueno, y su sombra jamás hará daño a nadie. Si lo veis, únicamente os pido un favor: nunca le recordéis quién fue, jamás habléis de su pasado; dejad que su alma goce a su manera por cuanto padeció en vida. Y, se me olvidaba, no se os ocurra decirle que ya no late su corazón…

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