domingo, 20 de marzo de 2011

La barca

Admito que prefiero los senderos fríos y húmedos de la montaña a los templados y secos caminos que bordean las costas; sin embargo, este suceso tuvo lugar durante una de esas caminatas costeras.

La tarde había caído ya y la noche se le echaba encima, trayendo consigo la oscuridad y el frío propios de este rincón del país. El sol ya no ardía ni calentaba, no era más que un vestigio de lo que aquel día había traído al mundo. Todo estaba en calma. No quedaban apenas bañistas en aquella cala donde, según supe después, un extraño hombre con gabardina y sombrero había visto una sirena de la que quedó para siempre prendado. La brisa marina traía hasta mí el aroma inconfundible del salitre.

Aún quedaba un buen trecho por recorrer si quería llegar a tiempo a casa de un buen amigo que se había prestado a acogerme durante mi corta estancia en aquellas tierras. Pese a que la oscuridad se cernía sobre mi cabeza, decidí aminorar un poco la marcha con el fin de disfrutar de los últimos rayos de luz que cruzaban el mar hasta estrellarse con el pueblo.
La pequeña playa parecía una de esas postales vendidas en cualquier estanco o tienda de recuerdos a los turistas que pasan por allí. Todo parecía envuelto en un halo mágico, impregnado con una fragancia que endulzaba la mente y adormecía los sentidos. La escena parecía sacada de una bella pintura costumbrista.

A lo lejos, como arrastrada suavemente por las diminutas olas, una pequeña barca se acercaba a la orilla, muy cerca de donde yo me encontraba.
Se mecía con las olas, con ese vaivén hipnotizador que el mar imprime a cuanto arrastra. Pude distinguir, pese a la falta de luz, que había perdido buena parte de la pintura blanca que tuviera en otro tiempo. Sin duda, la sal marina había causado estragos en aquel bote como el tiempo en la mirada de los hombres.
En la proa llevaba una figura o imagen que no pude reconocer hasta poco después, cuando la barca arribó por fin a tierra firme. Solo entonces, digo, pude distinguir la forma de un corazón de madera, también desconchado por la sal y el sol, con un par de nombres en el centro.
A medida que el bote se aproximaba, mi curiosidad crecía. Qué podía traer aquel bote y quién sería el remero a bordo, fueron las preguntas que rondaron mi cabeza en un primer instante.

Cuando terminó la espera y llegó la barca donde me encontraba, descubrí que no había nada en su interior, ni siquiera remos que la impulsaran. La rodeé entonces para comprobar el estado en que se hallaba la embarcación, y descubrí que, efectivamente, poco tenía ya de lo que fuera en otro tiempo. Me acerqué a verificar que se trataba de un corazón lo que portaba en la proa y, de nuevo, no erré. Leí aquellos dos nombres o, mejor dicho, lo que quedaba de ellos.

Debió de ser una bonita historia de amor, pensé, a la que el mar había puesto fin. Tal vez ella esperó a su amante, pensé, y él no volvió jamás.
Entonces me dije que no hacía más que pasear por lugares comunes. Quizá la barca, simplemente, pensé, se perdió como consecuencia de un levante algo más fuerte de lo habitual. Tal vez, pensé, los dos amantes siguen hoy viviendo felices en una casita tan blanca como la nieve.

“Yo sé bien que él todavía me ama. Volverá a por mí y yo estaré aquí para recibirlo”. El viento traidor había desvelado la presencia de mi invisible acompañante. El miedo que sentí al oír aquellas palabras que nadie había pronunciado, me hizo volver al camino de vuelta a casa.
Ya nunca más supe del bote ni de voces de amantes que aún esperan a la causa de su penar.



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