lunes, 23 de abril de 2012

El combatiente

A los amigos del Programa de Mayores
de Cruz Roja Española.




Cada día era una nueva prueba, una lucha personal contra sí mismo y contra el tiempo que lo acechaba, que no le daba ni un minuto de tregua.
Sin embargo, no solo no le importa, sino que se mostraba orgulloso de seguir en pie un día más, pese a que la guerra se recrudecía y el enemigo avanzaba implacable.
A veces pensaba que de nada servía librar y ganar un nuevo combate en una lucha pírrica, perdida de antemano, y cruel; sobre todo, cruel. Pero en seguida miraba a su alrededor. Los rostros de quienes luchaban con él, de quienes estaban dispuestos a morir por él, y recobraba los ánimos, las ganas de seguir peleando hasta el final.

Cierto es que se sentía cansado. Su mente no era ya tan ágil, y su cuerpo lo era aún menos. El enemigo, omnisciente como era, trataba de valerse de aquella falta de agilidad, pero aquel soldado, después de tantos años sorteando peligros y esquivando balas, había aprendido a no dejarse matar.

En ocasiones le temblaban las manos, y no por miedo. Según él, se debía a que por las venas le corría el ritmo de la vida, y que su cuerpo no podía resistirse a bailarlo, quizás en un intento por escapar de los horrores de la guerra.

Sí, definitivamente, habían pasado demasiado año y ninguno de ellos en balde. Le costaba mucho reconocerse en los espejos. Ya no quedaba nada de aquel jovenzuelo que recorría las calles matando el tiempo o bebiéndose las mismas calles que pisaba con la fuerza de un titán.
Aún así, él se seguía sintiendo un chaval. Reía como el primer día, eso sí; aunque ahora había aprendido a reírse también de su suerte.

La mayoría de sus amigos habían caído ya. Los nuevos se habían ido incorporando sin cesar a la enorme y voraz máquina de matar que es la vida. A él no le quedaba ya demasiado, y lo sabía bien. Otro ocuparía su puesto dentro de poco tiempo, y quien lo hiciera, también tendría problemas para reconocerse después de tantos días en la trinchera.

La piel seca, las venas del rostro a flor de piel, los cabellos blancos y las manchas en cara y manos eran algunos de los síntomas del paso del tiempo, sus peculiares heridas de guerra. Aunque, qué duda cabía,las heridas más profundas las llevaba en la memoria. Penas y alegrías que acudían a visitarlo día y noche; especialmente las alegrías, sin las que la lucha habría sido imposible.
Y es que, a medida que pasaban los años, y habían pasado ya muchos, había ido olvidando los malos momentos. Al principio les concedía demasiada importancia, pero terminó por darse cuenta de lo contraproducente que aquel atesoramiento resultaba para el corazón, para el espíritu. Un auténtico polvorín, una bomba de relojería.

Es verdad que existían momentos imborrables, grabados a fuego en su memoria, incrustados en lo más profundo de su alma como los proyectiles de un fusilamiento en un inmaculado paredón. Y, en cierto modo, eso ocurría con aquellos malos recuerdos, que cada día lo fusilaban sin piedad y a cara descubierta.

Recordaba, por ejemplo, a su dulce esposa. Murió unos años atrás cubierta por esa gloria con la que se cubren las buenas personas al llegar el final. También recordaba a sus padres, a sus amigos...
A veces hablaba con ellos. Con todos. Ninguno le respondía, pero él sabía de sobra que lo escuchaban.

En fin, ya solo quedaba esperar entre recuerdos. Repeler los ataques del tiempo. Resistir valientemente los envites de la vida. Seguir siendo un niño para siempre...

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