En el mismo instante de redactar estas letras que ahora se corren con la humedad de mis lágrimas sobre el papel, me llamaba como tengo a bien firmar abajo, tenía veinticinco años y me hubiera gustado decir que un negro futuro por delante; pero no puedo, ya no me queda nada.
He pasado mi vida arropado más o menos por una familia que me quería tanto como yo a ella, una familia comprensiva que siempre quiso para mí lo que yo para ella. Es justo que en este triste y duro momento me acuerde de la familia. Ahora entiendo aquello de que en los momentos difíciles siempre estarían conmigo.
No es menos justo que, ahora que vuelvo la vista atrás y repaso estos veinticinco años, me acuerde también de mis amigos, esas personas que nunca me han dejado pese a que el tiempo dejara a muchos atrás.
Como digo, atrás echo la mirada buscando un salvavidas que me auxilie en este mar al que se dirige el río de mi vida. Buenos recuerdos los tengo, y no son pocos, pero quedan lejanos. A este instante no llegan sino ecos, como leves pasos en un salón o susurros en la noche de la memoria. ¡Qué mal ha pasado el tiempo!
Mis mejores recuerdos, creo, son de la despreocupada infancia que viví ajena a los problemas que azotaban a mis mayores. De entonces vienen a mi mente, ahora aletargada por el miedo ante lo desconocido, los juegos y las risas de mis compañeros. Dios mío, pareciera como si estuvieran riendo ahora mismo a mi alrededor, pareciera como si, asegurándome que todo está bien y que no hay nada que temer, me invitaran a dar este paso que tanto temo en realidad. Sus risas son un canto desde el abismo, un canto dulce de sirena.
Fue poco después cuando empezaron a decirnos que nosotros éramos el futuro. Una idea fascinante para unos jóvenes, sin duda, la de ser quienes un día formáramos parte de una tierra rica y fuerte en la que vivir felices. Una idea absurda, ahora que lo pienso, porque aquellas bellas palabras no resultaron ser sino mentiras; un bonito discurso sobre un papel tan mojado como en el que ahora me desahogo. Me pregunto en qué preciso instante mostró la vida su rostro más fiero y me golpeó hasta que perdí toda esperanza.
Esperanza. Una hermosa palabra entre los labios de un joven que empezaba la Universidad. Cada vez estaba más cerca ese futuro, ya casi podía alcanzarse, sólo había que alargar un poco más el brazo y sería mío.
También de la Universidad guardo recuerdos que se resisten a dejarme marchar sin luchar un poco más. Atrás quedaron los compañeros y llegaron los amigos. Con ellos sí que viví lo mejor de mi vida, con ellos sí me sentí vencedor de la niebla del futuro; y aunque momentos malos recuerdos los hubo, recuerdo con emoción que mis amigos siempre estuvieron ahí, apoyándome tanto como yo a ellos para no vernos caer.
Pasó aquel tiempo y más traicionera se volvió la vida. Ya no puedo fiarme de nadie. Ya no me queda nada salvo recuerdos que se habrán ido, que habrán desaparecido de este mundo, como si jamás hubieran existido, para cuando alguien lea esto.
Nada ha salido como esperaba. A lo largo de mi vida siempre habían dicho que esto es normal, que la vida no es rosa y que pocos son los que alcanzan sus sueños; pero cuesta demasiado verse en esta situación después de todo lo pasado, después de todo lo vivido.
Sé que muchos me tacharán de egoísta y de cobarde por haber
tomado esta decisión para cuya culminación no estoy seguro de estar preparado.
Sé que no tengo problemas. Sé que un problema es una hipoteca, niños, el miedo
a perder el trabajo. Lo mío, lo sé porque me lo han repetido hasta la saciedad,
no son problemas. Yo no tengo hipoteca que pagar porque, después de tanto
esfuerzo, no tengo un trabajo con el que pagarla ni con el que comer ni con el
que tener niños ni…no, no tengo. Soy una carga para quienes dicen que me
quieren. Soy un peso muerto a mis veinticinco años, veintiséis si hubiera
aguantado un poco más. Soy una carga para todos. Soy una carga para la familia,
que critica a los jóvenes que no trabajan; soy una carga para el Estado, que me
dice que no tengo afán emprendedor; soy una carga para el banco, a quien no
puedo darle ni un céntimo más. Soy una carga y hay que aligerar peso para que
el barco no se hunda.
No quiero que estas letras se conviertan en un instrumento
contra unos y otros. A fin de cuentas, a los políticos no les importa lo que
pasa porque ellos ya se han salvado, no son más que como ese asqueroso capitán
que abandonó el barco al ver que se hundía. A los banqueros no les importa
porque cómo va a importarles la vida de alguien a quien no conocen y no
representa para ellos más que un número en negro o en rojo. No, estas letras
llegan demasiado tarde para ser instrumento contra nadie. Yo solo quiero dejar
constancia de que existí, de que una vez estuve vivo y sentí y vi y oí y reí y
lloré.
En fin, ya que inexorable se acerca mi final, quiero pedir
perdón a quien me lea por mi mala escritura: no me quedan fuerzas para sostener
la pluma, como no me quedan fuerzas ni para suspirar. También quiero pedir
perdón a quienes dejo aquí con problemas que son más importantes que los que me
arrastran a esta situación, y a quienes he querido siempre como ellos me han
querido a mí. Quiero pedir perdón a quienes hice daño, intencionadamente o no,
a lo largo de estos años. No espero el perdón de nadie, salvo de quien haya de
juzgarme allí arriba, pero sí os pido clemencia para cuando yo no esté.
Estoy seguro de que volverán los buenos tiempos y las bellas
palabras de futuro y esperanza cobrarán más fuerza y sentido que nunca. Estoy
seguro de que la desesperanza que ahora atenaza a quienes viven como yo, ha de
dar paso al poder de la voluntad de vivir. Estoy seguro de que seréis felices.
Recordad siempre que os quiso hasta su último suspiro,
X.