miércoles, 14 de noviembre de 2012

Historias de la atalaya: La historia de los tres hermanos

A lo lejos, más allá del riachuelo de aguas frescas y cristalinas, en una zona de altas hierbas, de matorral seco y olor a pena, se recorta la silueta de una casa vieja, oscura, medio derrumbada.
No es fácil de ver, pero ya la habías encontrado en uno de tus largos paseos por el valle, ahora sólo tienes que localizarla. Ahí está.

Parece sacada de un cuento de terror: solitaria, medio caída e invadida por la maleza, parece una triste versión de la mansión de los espíritus de la que habías oído hablar. Lo que hoy cubre la maleza fue en su día un huerto, recuerdo de un lejano tiempo de alegría y bonanza.

Quieres saber su historia, pero aún no es el momento. Con el sol en su cénit, el momento de las historias no ha llegado, aún no se siente el dulce aroma de las flores, de los miles de claveles y geranios que adornan las calles de la blanca atalaya; aún azota con fuerza la tierra el ardor del astro rey, aún silencia los ánimos de quienes trabajan el valle. Pero la tarde llegará. Y con ella las sillas de mimbre al fresco, el rasguido de guitarras que llorarán a la luna y enfrentarán historias al silencio de la oscura noche sobre el valle y su atalaya, sobre la atalaya y su valle.
Y cuando la noche caiga, por aquella casa podrás preguntar. Mira, la tarde cayendo está...

Aquella casa maldita,
aquella casa criminal.
La historia de tres hermanos
a cada cual más rufián.
 
Esta es la historia de un padre,
de una familia perdida,
y una casa que no se ha volver a pisar.

El vino calienta la garganta de un anciano con más letras que recuerdos. Y recuerdos guarda más de mil. Una guitarra acompaña el canto hondo, profundo, revelador de una historia que te estremece el corazón.

Tres hermanos eran,
tres hijos trajo Dios.
Tres hermanos mueran,
a los tres tenga Dios.
 
Enfermó el padre en casa.
Veinte años atrás,
la madre va en la caja.
Tres hermanos codiciosos
se reparten los despojos.
 
La casa es mía, grita el mayor.
Y el huerto mío, va el menor.
Y el resto pide el mediano,
mas con ello no se conformó.
 
Murió el bueno del hortelano
y a sus tres hijos dejó.
Tres hijos como bestias,
a cada cual más traidor.
 
Pensándolo mejor yo digo,
se acerca el mediano al menor,
que de los tres sobra el mayor
para un reparto mejor.
 
Y fue en la acequia grande
donde el cuerpo amaneció
teñido de sangre el pobre
y con dos golpes de hoz.
 
Lloráronle los traidores,
lloráronle los dos.
Y al volver a casa descubrieron
que era poca para dos.
 
La casa es mía, digo yo.
El huerto es mío, hermano menor.
Y sonaron golpes de hoz:
uno al otro en el cuello,
el otro al uno en el corazón.
 
La luna sale roja,
de sangre tiene color.
En la casa los hermanos
yacen heridos los dos.
 
Y al salir el sol por las montañas,
al salir el sol redentor,
llevan a dos en una caja
compartiendo habitación.
 
Esa casa huele a muerte;
ese huerto, mucho más.
Esa casa de envidia
nadie la puede pisar.

Se hace tarde. Mañana quieres acercarte al norte del valle, donde nace el río. Bebes lo que aún queda del vino y te retiras. Las guitarras siguen sonando en el frío de nocturno del valle. En tu mente da vueltas la historia de aquella casa y de los hermanos envidiosos que asesinaron y murieron por ella.

Tal vez explorarla no sea una buena idea, no conviene molestar a quienes reposan allí. Entras en casa y antes de cerrar la puerta, echas un vistazo al oscuro valle. Los reflejos de la luna sobre las aguas del río, y más allá se distingue un montículo, los restos de una casa vieja que no se han de volver a pisar.

Y al silencio reinante, sólo roto por el eco de la guitarra, susurras buenas noches. Y te marchas...

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