La voz sonaba limpia y clara cuando se acercaba la moneda a la oreja. Parecía salir de uno de esos transistores viejos y una especie de eco envolvía la voz lejana. Era como si el alma viviera dentro de aquel pequeño objeto dorado. La muerte había sido vencida. Nuestros seres más queridos no nos abandonan nunca, viven para siempre en las monedas de oro.
Apartó lentamente la pieza de oro de su cara y la apretó con fuerza. No prestaba atención a lo que hacía. Se limitaba a sentir el latir de su azorado corazón, el fluir de la sangre por su cuello hinchado, el fuerte dolor que la emoción provocaba en su pecho.
Había oído su voz. Sabía que no estaba muerto. La muerte había sido vencida. Aquella moneda lo mantendría con vida.
Desconocía los oscuros senderos que hay más allá del último minuto. La muerte era todo un misterio. Había recorrido los senderos del inmenso zafiro indomable, había sesgado incontables vidas, las había visto perderse bajo las olas; pero aquello que era o estaba o venía después, o no era ni estaba ni venía, después, seguía siendo todo un misterio.
¿Acaso era posible seguir vivo después de haber muerto? ¿Por qué impenetrable razón elegía un alma una moneda de oro? ¿Y si aquello no era más que un burdo truco y, en realidad, la muerte ponía fin a todo?
Aquella voz, tan lejana y tan cercana a la vez, hacía que por su cabeza fluyeran miles de pensamientos. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Era la primera en años. Por un instante, la muerte tenía un sentido cruel. Había visto morir a muchos compañeros en el mar. Los había visto hundirse gracias al plomo de los balazos recibidos. Sin embargo, por primera vez fue consciente de que no volverían, de que nunca más podría disfrutar de su presencia, de que su pérdida era única, última y eterna.
Ahora sólo sabría de ellos a través de las monedas. Se limitaría a escucharlos como quienes escuchan el mar a través de las caracolas muertas. Los tenía a su lado sin tenerlos. Se secó la lágrima, pero el dolor seguía mordiéndole el pecho como si de un feroz escualo se tratara.
La calle por la que había descendido comenzaba a llenarse de gente. El ruido se hacía cada vez más ensordecedor a medida que muchos de los paseantes entraban en aquel viejo y sucio tugurio. No oía bien la voz, pero podía intuirla si se acercaba la moneda al pabellón y afinaba el oído. Apretó con más fuerza la moneda en el puño. La muerte. La muerte. La vida. La muerte.
Se levantó de la silla. El corazón le latía en el cuello. Le dolía el cuello. Respiraba con dificultad, conmocionado por el descubrimiento. Tenía que encontrar a quien le dio la moneda, a quien reveló el secreto. Pero antes tenía que preparar un nuevo golpe, uno tan fuerte que lo haría entrar definitivamente en la historia. Y sabía a quien buscar para perpetrar el golpe.
Sus botas rechinaron cuando giró sobre sus pies. Sus pasos resonaban en la pequeña habitación llena, sobrecargada ya por el humo del tabaco y el fuerte olor a alcohol. Se dirigía a la calle. En su mano apretaba la moneda. Llevaba a aquel viejo consigo. El corazón le dio un nuevo vuelco. La muerte. La muerte. La vida. La muerte.
La muerte había sido vencida. Aquella moneda lo mantendría con vida.
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