domingo, 20 de mayo de 2012

El asesinato de la joven Anne (I)

A mis tíos Víctor y Mayte.



Nadie esperaba aquella noticia. Quién iba a suponer que la joven Anne, bella y dulce como un ángel podía acabar arrastrada por la corriente, río abajo, muerta.
Aún recuerdo cuando la conocí. Recuerdo perfectamente aquel verano, porque muchas cosas debían cambiar. Ella era un ángel, sabe usted. Nada hubiera sido lo mismo sin ella, agente...

Tenía que volver a aquel pueblo donde solía veranear con mis padres y abuelos en mi infancia. Yo vivo y trabajo en la ciudad, esa jungla de asfalto que te va consumiendo hasta que dejas de ser persona, hasta que te vuelves una máquina.
Por eso decidí que tenía que volver. Tal vez el contacto con mi niñez devolviera algo de aire a mis pulmones, a mi vida. Necesitaba hacerlo.

Recuerdo sin asombro que muchas cosas habían cambiado desde la última vez que estuve, hacía ya más de cuarenta años. Habían abierto dos nuevos parques y otras casas ocultaban parte de la vista que teníamos de las montañas al cruzar el río por las tierras del señor Clancy. Faltaban caras. Quizá eso fuera lo peor, en lo que más había cambiado. Ya no podías ver las caras sonrientes de tu infancia ni esuchar las voces de los vecinos.
Pero en esencia nada había cambiado. Todo permanecía como siempre había estado: los olores, los colores, todo. Los vestidos de la abuela mantenían aún el peculiar aroma de su colonia. El gramófono del abuelo aún parecía tener gans de sonar como antaño. Solo el reloj había dejado de marcar la hora para señalar eternamente el minuto exacto en el que murió mi abuelo.
Podría haberle dado cuerda, sí; pero pensé que era mejor así: parado para siempre...

Hacía calor ese mes. Junio estaba siendo terriblemente caluroso, pero los breves paseos por el pueblo ayudaban a calmar la sensación de sofoco. Fue en uno de esos paseos cuando vi por primera vez a Anne. Recuerdo que la luz aquel día era distinta. Más espesa, diría, como en una de esas películas de la década de 1960.
Ella no era una mujer corriente. Su rostro era dulce como el de un ángel, y sus ojos eran grandes y llenos de luz y de vida. Sus labios, finos y rojos, cautivaban cuando sonreía y dejaban ver unos dientes perfectos, inmaculados. Su piel era fina y pálida; suave. Su pelo oscuro, tocado con aquella cofia a franjas blancas y azules era tan hermoso como los jardínes del Paraíso. Sí, recuerdo aquel día que nuestras miradas se cruzaron por vez primera.
Yo estaba quieto, de pie, mirando fijamente sus movimientos suaves y delicados mientras servía uno de sus magníficos helados en la heladería de la vieja Dorothy Evans. Ella alzó la mirada mi me sonrió. Era un ángel, lo juro; esa joven no era de este mundo.

Pasaron días aún hasta que me decidía a entrar a la heladería. No sé si ha entrado alguna vez, agente; pero esa es la mejor heladería del mundo.
Solía ir a diario cuando era un niño. Allí tenían todos los helados que un crío puediera desear, y la vieja Dorothy Evans era la mujer más agradable del mundo. Recuerdo que en una ocasión un niño llegó pidiendo helado de aleta de tiburón; yo pensé que aquello no existía, que era imposible, de dónde iba a sacar aquella buena mujer semejante pedido. Pocos segundos después volvió con aquel helado y se lo entregó al niño con la misma sonrisa con la que había servido a una niña que pedía helado de hipopótamo.
Y cuando ella entró, agente, empezaron a hacer los helados aún mejores. Esa chica era un ángel, créame. Un bello y dulce ángel...

Nunca la olvidaré, agente. Una mujer así nunca se olvida. Yo tenía que escapar de la ciudad, y nada hubiera sido lo mismo sin ella...

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